17 marzo, 2010

LAS CARTAS INÉDITAS DE SALINGER, EN NUEVA YORK....

Cartas de Salinger a Mitchell, 1951-1993. Foto: G. Haber (Morgan Library)
'Son una correspondencia extraña y reveladora', dicen los organizadores
En ellas, Salinger se muestra 'crítico, vanidoso, cariñoso, pícaro y sarcástico'
Efe Nueva York
Actualizado martes 16/03/2010 12:41 horas
Unas cartas inéditas que el fallecido escritor J.D. Salinger intercambió con uno de sus amigos íntimos, que diseñó la primera portada de 'El guardián entre el centeno', se exponen desde este martes en la Biblioteca y Museo Morgan de Nueva York.

Los seguidores de Salinger (1919-2010), quien en vida tuvo un férreo control de su imagen pública tienen ahora la oportunidad de conocer detalles de la vida privada del novelista gracias a dos series de cartas que la institución neoyorquina obtuvo en 1998 y se había negado a exhibir hasta la muerte del conocido autor.

La Morgan expone desde el martes la primera de esas series compuesta por diez de las misivas que Salinger mandó entre 1951 y 1969 a Michael Mitchell, amigo personal y responsable de la portada con la que su obra cumbre se editó por primera vez en Estados Unidos, donde apareció con una ilustración de un caballo de tiovivo con fondo rojo.

El fin de la amistad
Portada diseñada por Mitchell. Morgan Library
Hasta el próximo 11 de abril, los visitantes de la institución cultural podrán disfrutar así de esa decena de cartas, mientras que el segundo grupo de textos, compuesto por seis ejemplares, estará expuesto del 13 de abril al 9 de mayo.
Ese segundo grupo cuenta con textos fechados desde 1979 y hasta 1993, cuando se cree que la amistad entre Salinger y Mitchell, quien fue vecino del actor durante años, acabó y el artista optó por vender las misivas al mejor postor.

"Las cartas cubren un periodo de 40 años y constituyen una correspondencia extraña y reveladora. Documentan con muchos matices un periodo de la vida de Salinger que ha permanecido oscuro", informaron los responsables de la Morgan al anunciar sendas exposiciones.

El matrimonio, la paternidad, el trabajo o los viajes son, según explicaron desde el museo, los temas que Salinger aborda en las cartas a su amigo y artista, ante el que también trata su ostracismo voluntario y ante quien se muestra "crítico consigo mismo, vanidoso, cariñoso, pícaro y sarcásticamente divertido".
"El juego de cartas ofrece detalles hasta ahora desconocidos sobre la rutina diaria de Salinger, así como de los pensamientos de este legendario autor", añadieron los responsables de la Morgan, que aseguraron que la decisión de hacer públicos los textos se tomó para homenajear al escritor tras su muerte, acontecida el pasado 27 de enero.

16 marzo, 2010

REBELION EN LA GRANJA....


Sátira política gracias a Rebelión en la Granja "Algunos son más iguales que otros": la perversión de la realidad por parte de Napoleón.

(Fuente externa)


TRIBUNA: FERNANDO SAVATER

La civilización humana se basa en el maltrato de los animales. La polémica sobre los toros no revela acercamiento a la naturaleza, sino el predominio humanista de la compasión y la hipocresía
FERNANDO SAVATER 16/03/2010

Lo que diferencia el actual episodio del enfrentamiento entre taurinos y antitaurinos en el Parlamento catalán de otras fases de ese cíclico y antiguo debate es que por primera vez parece plantearse efectivamente la abolición de las corridas de toros en una región española. De modo que lo que se discute -o se debería discutir- no es tanto si ese espectáculo es una fiesta artística, portadora de tales y cuales valores, o por el contrario una muestra de barbarie anticuada, sino si debe o no ser prohibida para todos, la acepten o la rechacen. Es perfectamente imaginable que haya personas que sientan desagrado y repugnancia por las corridas pero que consideren abusiva su prohibición; incluso puede haber aficionados contritos que, reconociendo su gusto por ellas, admitan la necesidad de suprimirlas para verse libres de tan pecaminosa tentación, siguiendo el criterio de Pérez de Ayala: "Si yo mandase en España, suprimiría las corridas... pero como resulta que no mando, no me pierdo ni una".

¡No falta ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es!
Nadie le pregunta a la merluza si quiere donar su cogote a las sociedades gastronómicas

De modo que ahora el viejo debate alcanza un nivel efectivamente político, como también es político su trasfondo. No ha sido ciertamente Esperanza Aguirre la primera en politizarlo, como aseguran los que siempre miran la realidad con un ojo abierto y otro cerrado: aunque las argumentaciones escuchadas en el Parlament no sean de corte nacionalista, sin una motivación de fondo nacionalista no habría habido iniciativa popular ni probablemente ésta hubiera llegado al punto actual. Lo resume muy bien un chiste aparecido en La Razón: un litigante muestra un rehilete, con el palo decorado con el característico papel rizado rojo y gualda, explicando: "Esto es una banderilla; la parte de abajo causa heridas leves al toro y la parte de arriba hay que reconocer que ha causado esta comisión". Claro que mejor que el debate sea en último término político, pues para eso se lleva a cabo en un Parlamento, que moral, como absurdamente suponen algunos. ¡No falta ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es! Como parece que había quedado claro en otros casos -por ejemplo, el del aborto- el Parlamento no está para zanjar cuestiones de conciencia individual, sino para establecer normas que permitan convivir morales diferentes sin penalizar ninguna y respetando la libertad individual.

Ahora, por lo visto, hay quien reclama del Parlament precisamente lo opuesto...
Lo digo porque en lo tocante a la moral, que es cuestión a la que he dedicado cierta perpleja atención durante bastante tiempo, no hay tanta unanimidad respecto al trato debido a los animales como algunas almas delicadas parecen suponer. Existen más razonamientos éticos en el cielo y en la tierra de lo que la filosofía de Peter Singer supone y no es lo mismo ser bueno que ser guay, aunque el matiz diferencial pueda resultar difícil de captar hoy en países como el nuestro. El repudio de la crueldad (no digamos "innecesaria", porque si fuese necesaria ya no sería crueldad) y del maltrato animal es moneda corriente en los moralistas desde Tomás de Aquino, pero en cambio hay menos unanimidad a la hora de establecer qué diferencia a esas prácticas perversas de otras formas del empleo humano de las bestias. Y ahí es donde esta discusión se hace desde un punto de vista teórico más sugestiva: ¿qué hemos hecho y qué hacemos con los animales?, ¿en qué medida la relación con ellos ha configurado nuestra civilización e incluso nuestra "humanidad"?

Para empezar a comprender estos asuntos es imprescindible retroceder bastante en el tiempo. Digamos hasta el comienzo de la historia. El desarrollo de la sociedad humana se basa desde el principio en la utilización de animales para nuestros fines: nos han servido de alimento ("todo lo que nada, corre o vuela... ¡a la cazuela!"), de fuerza motriz tirando de carros o haciendo girar norias, de transporte y de arma de guerra (¡los escuadrones de Alejandro, los elefantes de Aníbal!), sus pieles curtidas nos han vestido y nos han calzado, han arado los campos, han defendido nuestras casas y nuestros rebaños (¡también formados por animales!) y -supongo que lo más humillante de todo- nos han servido de pasatiempo en circos y otros espectáculos, nos han hecho zalemas como mascotas de compañía y han trinado en jaulitas a la espera de su alpiste. Por no mencionar a los que han donado involuntariamente -y a veces aún vivos- sus cuerpos a la ciencia para el avance de la medicina, la cosmética y hasta la astronáutica (¡Laika, pionera del Sputnik!).
Nos han sido imprescindibles para evitar males mayores: el antropólogo Marvin Harris justificó que los aztecas se comiesen a sus prisioneros por la ausencia en su territorio de mamíferos de talla suficiente para poder convertirse en fuente de proteínas y Jared Diamond explica el rezago de ciertas poblaciones africanas por carecer de bestias domesticables que pudiesen servirles para el transporte o la carga. Si tantos y tan variados empleos son formas de maltrato, hay que reconocer que la civilización humana se basa en el maltrato de los animales.

De modo que resulta un poco risible el argumento abolicionista de "que le pregunten al toro si le parece arte que le piquen o le den la puntilla". Tampoco nadie le pregunta a la merluza si quiere donar su cogote a las sociedades gastronómicas o a los bueyes si quieren tirar del arado. Ni a perros, gatos o caballos de carreras si quieren ser castrados por nuestro bien. Porque en el caso del debate actual debe quedar claro que no se trata de introducir en nuestra cultura las corridas, sino de prohibir una práctica secular. ¿Que no sería hoy admisible iniciarlas? Imaginemos si aceptaríamos con los valores vigentes empezar a criar animales para alimentarnos con ellos. Me parece estar oyendo a quienes contemplasen corretear a unos pollos o a unos terneros: "¡Qué ricos son! ¿Verdad? Me refiero a que parecen sabrosos...".

Reconocemos que en los mataderos o las granjas avícolas industriales los bichos no lo pasan nada bien, pero se arguye que en tales lugares no se venden entradas para el espectáculo. Sin embargo, el argumento se vuelve contra lo que intenta demostrar, pues si fuera verdad que los espectadores disfrutan con el sufrimiento animal frecuentarían esos dignos establecimientos en lugar de las plazas de toros. Otros se escudan en que no es lo mismo sacrificar animales para atender nuestras necesidades que para satisfacer diversiones o lujos. Pero, como señaló Valéry, "tout ce qui fait le prix de la vie est curieusement inutile". El asunto de fondo sigue siendo el mismo: ¿tenemos derecho o no?, ¿es crueldad o no?

La preocupación por el bienestar de los demás seres vivos obtuvo el patronazgo de notables ilustrados -Montaigne, Jeremy Bentham, Schopenhauer...- pero también el refrendo de algunos que mostraron humanitarismo con las bestias y bestialidad con los humanos: las primeras leyes europeas protoecologistas de protección de la Madre Tierra y de los animales fueron dictadas por el vegetariano Adolf Hitler. En cualquier caso, la sensibilidad hacia el sufrimiento de otros vivientes es un signo de la modernidad. A ella se deben medidas piadosas como el peto de los caballos de los picadores (impuesto por el dictador Primo de Rivera) o el suavizamiento de los obstáculos más peligrosos en la carrera del Grand National de Liverpool.

No son desdeñables, pese a que ello implica que los animales van desapareciendo de nuestras vidas urbanas -circos, zoológicos- para hacerse sólo presentes virtualmente en los documentales de la televisión. Es una tendencia que continuará y que sin duda también acabará mañana afectando las corridas de toros, si no son abolidas. No revelan acercamiento a la naturaleza, sino el predominio humanista de dos instancias desconocidas en ella: la compasión y la hipocresía. Ambas, en su dialéctica perpetua, espiritualizan nuestra vida. Yo me quedo con el arrebato de Nietzsche en la plaza Carlo Alberto de Turín, abrazado llorando al cuello del viejo caballo fustigado por su cochero. ¿Síntoma de locura o comprensión abismal de la irreductible desdicha de existir?

14 marzo, 2010

ENTREVISTA/ MIGUEL DELIBES...


«Para cambiar el efecto invernadero lo primero es cambiar a Bush»
PEDRO CÁCERES

CHEMA CONESA

La naturaleza ha sido para Miguel Delibes algo más que un motivo literario: una pasión que le ha llevado a clamar durante décadas por su protección. Podría ser conocido como uno de los grandes defensores del medio ambiente español si no fuera porque su prestigio como novelista ha impuesto esta faceta sobre las demás. Pero ahí están títulos como 'El sentido del progreso desde mi obra' (1975), 'Un mundo que agoniza' (1979), 'La naturaleza amenazada' (1996) o 'La tierra herida' (2005) para mostrar su preocupación por el planeta. A sus 85 años, desde Valladolid, donde vive ajeno al ajetreo público, ha contestado amablemente al cuestionario de NATURA.
PREGUNTA.- Su discurso de entrada en la Academia en 1975 fue un alegato en defensa de la naturaleza. Usted abogaba por una forma diferente de entender el 'progreso'. ¿Hemos enderezado el camino o ese discurso sigue siendo ahora más necesario?

RESPUESTA.- La cosa del ambiente se mueve. Algo, como el ozono, se ha movido a favor. Otra, la inquietud social. Pero, en general, la naturaleza sigue tanto o más amenazada que en 1975. Mi opinión no es hoy más esperanzada que entonces.

P.- Los científicos creen que estamos en un periodo de intensa extinción de especies. Como conocedor de nuestros campos, ¿percibe algo de ello?

R.- Yo no soy ningún biólogo para pronunciarme aquí. Como cazador y hombre de campo sí puedo decirle que la perdiz, poco a poco, se va extinguiendo. (No hablo de las de fábrica que pueden no tener fin). Y las codornices y las tórtolas vienen a España en menor cantidad de la que venían. También puedo atestiguar que el ruiseñor, que amenizaba los campos de Castilla en primavera, no se manifiesta hoy en los lugares habituales. Y al cuco, aunque su reclamo no sea cautivador, le pasa lo mismo. Con esto no contesto a su pregunta pero sí se puede deducir una respuesta. Otra novedad de estos años: el cormorán se ha hecho ave de río. En ellos vive.
P.- ¿Qué le parece que el Gobierno de EEUU se niegue a sumarse al Protocolo de Kioto?

R.- Desde Kioto y la famosa Cumbre me he hartado de decir que Bush es un fantasma y un gigante (por su país) con pies de barro. Él cree que el día que algo falte o sobre en el mundo podrá resolver la escasez o el exceso con un gesto, sin necesidad de los 'enanos' que le rodeamos. Lo primero, pues, para cambiar el efecto invernadero es cambiar a Bush. Su mentalidad. Todos somos necesarios.

P.- La sequía vuelve a ser motivo de preocupación. ¿Hemos aprendido a lidiar con nuestro clima tan falto de lluvias?

R.- No sabemos manejar el agua. Las precipitaciones han mermado considerablemente. Ello no nos impide gastar como antes: más de lo posible si queremos conservarla.

P.- El pasado verano, los incendios han quemado decenas de miles de hectáreas. ¿Opina que la política forestal es la adecuada?

R.- La política forestal en lo referente a incendios hay que cambiarla o, mejor dicho, perfeccionarla. Me parece necesario y urgente. No aspiremos a erradicar los incendios forestales, sino a conducirlos y extinguirlos antes de que se coman el país.
P.- Entre tantas jornadas de caza, ¿hay algún momento que recuerde con especial emoción?

R.- Como meritorio la perdiz endiablada que abatí con una carabina de 9 mm. siendo un niño. Y como espectacular el doblete que conseguí una vez de liebre y perdiz en el coto social de Valencia de Don Juan. Esto no tiene nada de particular. A buen seguro todo cazador con años de práctica cuenta con aciertos semejantes.

P.- Ha practicado la caza menor y apenas ha prestado atención a la mayor. ¿A qué se debe?

R.- La caza mayor me pareció siempre la menor en categoría (por su bulto y pasividad) y no la cultivé nunca. Ortega predijo que la caza iría a menos a medida que el campo se domesticara. Y acertó en lo que se refiere a la menor y se equivocó en lo referente a la mayor, que se ha multiplicado (cosa inexplicable) y a la que no me dedico porque me parece más inhumana.
P.- ¿Cómo ve el mundo cinegético? ¿Ha cambiado mucho respecto al de sus inicios?

R.- Muchísimo, claro. Pero si en 1950 me hubieran dicho que en medio siglo nos quedaríamos sin conejos y sin perdices rojas y los corzos y venados vendrían a comer a nuestro jardín no lo hubiera creído. La cosa es tan gorda que no vale la pena que le demos más vueltas.
P.- Ha declarado que de las cosas que hizo en el pasado renunciaría a cazar. ¿Por qué?

R.- Ciertas cosas. Renunciaría a ciertos gestos en que he incurrido, en una palabra hubiera tratado de cazar lo más deportivamente posible, simplemente para justificar mi afición.
P.- ¿Ha sido la caza un impulso para tomar contacto con la naturaleza y el paisaje?

R.- Cuando se ama el campo se buscan las maneras de estar en él: cazando, pescando, construyéndose un tabuco, jugando al fútbol, paseando, haciendo senderismo, o andando en bicicleta. A la caza me llevó mi padre de la mano pero es casi seguro que de no haberlo hecho me hubiera ido al monte yo solo. Lo llevaba en la sangre.

P.- Últimamente, animales como el lobo han experimentado una gran expansión en la Península. ¿Qué opinión le merece?

R.- Positiva. Señal de civismo. Siempre que acertemos a controlar la población. Impidiéndole que nos invada.

P.- Usted ha advertido sobre el daño que produce a la vida silvestre el uso de químicos en la agricultura. ¿Le preocupa aún?

R.- Poco a poco estos errores se van rectificando. Hoy no constituyen peligros muchos de ellos. En esta actitud debemos confiar. Los riesgos de la contaminación suelen llegar por otros caminos.

P.- ¿Cree que las cuestiones ambientales se tratan bien en los medios de comunicación?

R.- Creo que sí, que los periodistas de hoy están atraídos por estos problemas. Siguen las vicisitudes biológicas con verdadero interés.

P.- ¿Es posible que la televisión haya reemplazado al contacto directo con la realidad, especialmente con la naturaleza?

R.- Es de las cosas positivas del invento. Hay programas de televisión que ayudan mucho a conocer el campo y sus pobladores. Bien dirigidos, algunos serían auténticas lecciones de geografía o ciencias naturales.

P.- Los últimos datos dicen que en Castilla y León habita el mismo número de personas que hace cuatro siglos. ¿Qué opina sobre el continuo éxodo rural?

R.- Más que éxodo es reticencia en la arribada. Vienen pocos. Antes de la romanización, en la romanización y después según los filósofos del tiempo, únicamente se aclimataban en las mesetas las tribus más duras, las más laboriosas, las más esforzadas. Si no me equivoco fue Estrabón quien dijo algo parecido. Castilla es difícil.

P.- Usted ha afirmado que el protagonista de su novela 'El' 'camino' se resiste a perder los lazos de comunidad de su pequeño lugar de origen y cambiarlos por la deshumanizada ciudad. ¿Cree que las urbes se alejan cada vez más de la escala humana?

R.- Las ciudades obedecen a otras leyes. Admiten más modernismo. El pueblo necesita simplemente mayor confort: caminos, agua, buena tierra, posibilidades deportivas... Pueden prescindir de momento de la estética porque belleza hay ya en su primitivismo. La ciudad puede dejar volar la imaginación.

P.- En 'La tierra herida,' el libro que publicó en 2005 con su hijo Miguel, se pregunta qué mundo heredarán nuestros hijos. ¿Hay esperanza de llegar a un futuro de armonía con el planeta?
R.- Si creyéramos que no había esperanza, yo habría cerrado la tienda y me limitaría a esperar el milagro.

P.- ¿Qué títulos de su obra le han dado más satisfacción?
R.- 'Viejas historias de Castilla la Vieja', 'El' 'hereje', 'Los' 'Santos' 'Inocentes', 'El' 'camino'. Satisfacciones, sin gustarme, también me dio 'La sombra del ciprés'.
P.- Según usted, los tres ingredientes esenciales de una novela son «un hombre, un paisaje, una pasión». ¿Qué persona, qué paisaje y qué pasión han marcado la novela de su vida?
R.- En lo que es mi vida personal mi mujer, Castilla y la caza.

12 marzo, 2010

EL CASTELLANO CONCISO...


por VIRGINIA HERNÁNDEZ

«Con afecto. Miguel Delibes». Directa, sin florituras inútiles. Como sus libros. Esa fue la dedicatoria que el escritor vallisoletano firmó para nuestros lectores en la última Feria del Libro de Madrid. Una sola palabra que decía mucho del maestro, del castellano recio que siempre fue y que retrató como nadie una tierra poco dada a los excesos. Del novelista que fotografió la vida rural cuando todavía no estaba condenada a la desaparición. Miguel Delibes cumplió los 89 el pasado octubre, pero no tenía ganas de hacerlo («Doy mi vida por vivida»). Arropado por su siete hijos y sus nietos que, como él decía, nunca le habían fallado, echaba de menos a su esposa, Ángeles Castro, a la que perdió 35 años atrás, y poder enhebrar de nuevo una gran novela: «La imposibilidad de concentración seca mi cerebro», reconocía sin circunloquios.

Se despidió con 'El hereje' (1998) y, bromas de la vida, el día que terminó la última página, el médico le diagnosticó un cáncer de colon que le obligó a pasar varias veces por el quirófano y a renunciar a su pasión. A reconocerse que ya era viejo («yo entiendo que la medicina ha prolongado nuestra vida, pero no nos ha facilitado una buena razón para seguir viviendo»). Pero su adiós ya estaba anunciado: su discurso del Premio Cervantes cuatro años antes ya marcaba la línea que pensaba seguir: «El arco que se abrió para mí al obtener el Premio Nadal se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad el Premio Cervantes».

El Nadal, que había inaugurado su amiga Carmen Laforet en 1945 con la revolucionaria 'Nada', inició sus pasos como escritor al galardonar 'La sombra del ciprés es alargada' (1947), una novela pesimista, que le dio muchas satisfacciones como autor, aunque su preferida era 'Viejas historias de Castilla la Vieja' (1964). Delibes aseguraba en una entrevista: «Mi tristeza esencial no es ninguna novedad. Decir al lector que yo viví las penas de 'La sombra del ciprés...' desde los seis o siete años le dará pie para pensar que de crío tampoco fui la alegría de la huerta».
Tercero de ocho hijos, acudió el Colegio La Salle de Valladolid y completó Comercio y Derecho y los estudios de Periodismo en la Escuela Oficial de Madrid. Con 26 años obtuvo la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de su ciudad, de la que fue director su padre, Adolfo Delibes.

Antes, a los 21, había comenzado a colaborar como caricaturista y redactor con 'El Norte de Castilla', diario del que fue director entre 1958 y 1963. El Periodismo le dejó la virtud de decir mucho con pocas palabras: «Me enseñó a valorar la humanidad de la noticia. Y como trabajé en una época en la que los periódicos tenían dos hojas, aprendí a economizar las palabras, a decir muchas cosas en poco espacio». En 1950 publicó 'El camino', probablemente una de sus novelas más conocidas. Ya al frente del periódico escribió 'La hoja roja' (1959) y 'Las ratas' (1963). En las tres novelas se aprecia un respeto casi reverencial a la naturaleza que le acompañaría siempre, incluso obtuvo en 2008 el 'Honoris Causa' por la facultad de Biología de Salamanca. La censura le apartó del mando del periódico: «Dimití porque el señor Fraga quiso imponerme un subdirector que hiciera las veces de director y, en consecuencia, me controlara. No pude aceptarlo».

Después llegó 'Cinco horas con Mario' (1966), el monólogo que inmortalizó Lola Herrera sobre los escenarios; fue elegido académico de la RAE, en la que ingresó en 1975; escribió 'El disputado voto del señor Cayo' (1978), 'Los santos inocentes' (1981), obtuvo el Príncipe de Asturias (1982), compartido con Gonzalo Torrente Ballester, el Nacional de las Letras en 1991, el Cervantes en 1993... Una carrera plagada de éxitos de quien se describió a sí mismo en una ocasión como «un chopo alto y solitario, puntiseco, dominando un mar de surcos con los trigos apuntados».
Apasionado de la caza —lo heredó de su padre— y amante del cine, en sus últimos años echaba de menos sentarse en una butaca de pasillo acompañado del acomodador y su linterna. «El cine en casa en un sucédaneo», aseguraba, y su sordera no le dejaba distinguir en las salas entre diálogo y música. Tuvo muchas oportunidades de ver sus novelas en pantalla y tenía sus preferencias: «Ha habido de todo: grandes películas como 'Los santos inocentes', de Camus; buenas películas como 'El señor Cayo', de Giménez Rico; malas e infames películas, como 'La sombra del ciprés es alargada', de Alcoriza».

Se confesaba de centroizquierda y cristiano convencido y su sueño era ver una justicia divina que el mundo no mostraba: «Espero que Cristo cumpla su palabra y ella nos traiga una paz y una justicia perdurables a los que tanto las hemos predicado. Para mí eso podía ser una forma de vida eterna». Apartado en su casa debido a la enfermedad y la vejez, Delibes no se olvidó de la actualidad y denunció los peligros del cambio climático, los desmanes de George Bush al negarse a firmar el Protocolo de Kioto, los sueldos descabellados de los futbolistas, la ambición de poder de los políticos... Escritor, periodista, en definitiva, una mente verdaderamente lúcida.
Miguel Delibes falleció el 12 de marzo de 2010 en Valladolid, a los 89 años.

07 marzo, 2010

NACIDO PARA EL LUTO....MIGUEL HERNANDEZ



ANTONIO MUÑOZ MOLINA ANTONIO MUÑOZ MOLINA 07/03/2010

A Miguel Hernández todo le pasó en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habría que sustraer, de los pocos años que vivió, todas las horas, los días, los meses que se pasó esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que él que no tenían el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posición social o de un privilegio literario o político: Miguel Hernández se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la cárcel y en la cercanía de la muerte. Esperó tanto, hasta el final, que los últimos días de su vida los pasó esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por última vez.

Escribía cartas y aguardaba respuestas con expectación angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que pedía favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas célebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la cárcel, en los últimos años de su vida, solicitando avales políticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado pequeño y demasiado frágil que tal vez acabaría teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto atónito que se le quedó a él mismo cuando velaban su cadáver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron.
Qué podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que murió no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hernández los tenía verdes y muy claros, o muy azules, resaltando más en su cara morena; o los tenía pardos, según dice uno de sus biógrafos, Eutimio Martín, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiación de prisionero.

Lo que atestiguan sin duda las fotografías es el tamaño y la expresión de los ojos, la atención fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todavía más visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel. Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los pósters del antifranquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones del Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo, un hombre, además, que si hubiera vivido no sería entonces muy viejo, porque había nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.

Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 años hizo su primer viaje a Madrid y publicó su primer libro de poemas; no había cumplido 26 cuando logró por primera vez la maestría indudable de El rayo que no cesa; tres años después, la guerra ya perdida, entró por segunda vez en la cárcel y no volvió a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve más asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hernández empezó a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura española, y muy poco antes había alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas poéticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradición clásica y la libertad del surrealismo: pero sólo unos años atrás, a finales de los veinte, su horizonte poético era todavía el de la retórica averiada de los juegos florales, cuando no el todavía más horrendo de la poesía entre sentimental y rústica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Galán. El mismo hombre que publica en 1937 la Canción del esposo soldado había presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema Luz�Pájaros�Sol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoción agarro?/ el musical guitarro.

Tenía desde que encontró su vocación, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que él mismo se ocupó de alimentar ha exagerado la pobreza de sus orígenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de él un talento rústico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hernández dejó la escuela a los 14 años y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenecían a los rebaños de su padre, que era un hombre de cierta posición. Más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia. El padre despótico veía la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del niño lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 años después su hijo estaba muriéndose de neumonía y tuberculosis en la prisión de Alicante y no se molestó en visitarlo).

Pero se marchaba el padre y Miguel Hernández volvía a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca pública o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empezó siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Leía de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando salía con las cabras llevaba el libro escondido en el zurrón y seguía leyendo, devorando toda la poesía española que encontraba, la buena y la mala, lector omnívoro a la manera de los autodidactas que no tienen más guía que su propio entusiasmo, originado quién sabe dónde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue fácil para él: nada de lo más elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa.
Escribía versos en papel de estraza con un cabo de lápiz. Quería escribir y no tenía dónde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo: Miguel Hernández, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes más decrépitos de la poesía pastoril, pero le sale de pronto una desvergüenza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo será uno de los rasgos más originales de su voz poética, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.

Tampoco tuvo vergüenza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpatías le beneficiaba en sus propósitos, pero también lo hacía vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o malévola. Empezó jugando a ser el "pastor poeta" del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en vísperas de la guerra siguió siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplomáticos, el campesino moreno y exótico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantalón de pana que podía ser entrañable, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hernández, que persiguió con calculada adulación y sincero fervor a tantos de sus contemporáneos -la adulación y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quizá no tuvo entre los literatos de Madrid ningún amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida había una soledad que no aliviaba nadie:
Ya vosotros sabéis /
lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo. /
Andando voy, tan solos yo y mi sombra.
Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y María Teresa León en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercanía sociales. García Lorca no se presentaba en una casa si sabía que Miguel Hernández estaba en ella. Llamó por teléfono a Aleixandre con la intención de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hernández no se contuvo: "Échalo".

De todo aquel grupo, sólo él conoció de primera mano el trabajo manual, sólo él pasó hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el estómago vacío y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un periódico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco más la espera. Llegó la guerra y también fue él quien la conoció de cerca y de verdad, por decisión propia.
Para entonces había empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicación de El rayo que no cesa, celebrado públicamente nada menos que por Juan Ramón Jiménez en el diario El Sol, lo cual equivalía a una consagración. En la guerra, Miguel Hernández entra en posesión de todas sus mejores facultades como poeta y como militante político, pero también en eso lo acompañan el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evolución política no es menos chocante que la rapidez de su maduración literaria: en 1935 aún escribía poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre místico y fascista de su amigo Ramón Sijé; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras recién alistado en el Quinto Regimiento.
Pero tampoco cuadra, ni física ni metafóricamente, en la fotografía canónica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.

Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse él solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hernández regresa con cabezonería suicida a su pueblo y a la cercanía de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 años cumplidos, cae en la red de las cárceles y los procesos sumarísimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traición con la quijada de Caín. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesiásticos- revela la catadura de un régimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hernández es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.

Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho más rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivió en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen María y también los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en España era la antifranquista, Miguel Hernández fue elevado a un altar en el que convenía que destacara la parte más combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que él asumió con todas las de la ley en los años de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; también, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia política es el desaliento por la carnicería y la destrucción que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condición humana:
Se ha retirado el campo /
al ver abalanzarse /
crispadamente al hombre.

Pero en la ansiosa modernidad de los años ochenta, de pronto, ya no había sitio para Miguel Hernández: los mismos rasgos que habían contribuido a su consagración ahora lo volvían anacrónico. En un país donde no hay actitud intelectual más celebrada que el desdén, nada era más fácil de repente que desdeñar a Miguel Hernández: había que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos, y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado, Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canción anticuada.
Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de los biógrafos -Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín- nos permite un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponiéndose a circunstancias terribles logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.
En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española, él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había compartido sus padecimientos.
Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento.
Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra:
Písame,/
que ya no me quejo./
Ódiame,/
que ya no lo siento./
No me olvides/
que aún te recuerdo/
debajo del plomo/que embarga mis huesos.
Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.

01 marzo, 2010

EPISTOLARIO AMOROSO...

Pessoa 'in love'
Carmen Sigüenza / Efe Madrid
Actualizado lunes 01/03/2010 17:11 horas

"Fernando Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor" escribe Antonio Tabucchi en el prólogo de 'Cartas a Ophelia', el libro que recoge el epistolario del genial poeta portugués a Ophelia, su casto amor, y que se publica ahora con el sello de la editorial El Zorro Rojo y las ilustraciones del artista argentino Antonio Seguí.

El resultado es este bello libro, que ha estado ausente de las librerías más de 20 años y que pone de relieve otra de las caras de Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935). Una más, entre la 'multitud' que fue el autor (Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro Campos o Bernardo Soares).

'Cartas a Ophelia' reúne las 48 cartas que escribió el poeta a su joven amada, el único amor que se le conoce, cuando él tenía 32 años y ella 19. Divididas en las dos etapas que ocupó esta relación sentimental. Durante 1920 y de 1929 a 1930.

Ophelia Queiroz era una mecanógrafa en las oficinas Félix, Valladas & Freitas de Lisboa, donde Pessoa se ocupaba de traducir la correspondencia comercial. Y es Ophelia quien relata el encuentro con el poeta, algo que evoca ya en su madurez. Su relato está incluido en el libro.
 
"Un día se fue la luz en la oficina. Freitas no estaba y Osorio, el 'grumete', había salido a hacer unos recados. Fernando fue a buscar una lámpara de petróleo, la encendió y la puso encima de mi mesa. Poco antes de la hora de partida, me alcanzó una notita que decía 'Le pido que se quede'. Yo permanecí expectante. Por entonces ya había notado el amor de Fernando hacia mi; y yo, lo confieso, también le encontraba gracia...".
Y este fue el punto de partida para esta relación, de la que Tabucchi en el extenso y profundo prólogo escribe: "Inscrita entre la parodia de la declaración de Hamlet a Ofelia, en pequeñas notas ocultas en cajitas de caramelos.. la historia de este amor secretísimo y casto, de tan optimista puerilidad y a la vez tan carente de esperanza, podría parecer ridícula acaso, si no participara, exactamente como los auténticos grandes amores, de lo ridículo y lo sublime".

Unas cartas que también tienen ficción porque aparece la heteronimia de Pessoa, ya que el ingeniero Alvaro de Campos, el único homosexual de sus personajes, también se presenta a Ophelia.

"Mi querido y pequeño bebé", "Mi querido y pequeño amor". "Mi bebé pequeño y travieso". En estos términos se refiere Pessoa a su amada, en unas cartas que pueden resultar algo "naïves", para un personaje tan complejo y rico como Pessoa, tan moderno y de verdad.

Cartas que hacen referencia a los horarios, a la vida cotidiana y que para Tabucchi muestran una relación "neurótico, maniática, como son los amores que por norma duran toda una vida: exactamente lo contrario de algunas pasiones liberadoras, arrolladoras y basadas enteramente en los riñones, No: éste fue, sin saberlo, un matrimonio y como tal se alimentó de costumbres".