Por Denisse Sciamarella y Matías Alinovi
A quien persevera en la genealogía de un concepto le son deparadas módicas alegrías: una fuente inesperada, un uso insospechado del concepto. Así, Leopoldo Lugones escribió sobre la idea de la relatividad, y Wilhelm Ostwald propuso reducir todas las ciencias –y las artes– a la energética. Si consideramos que esos desplazamientos son cada vez más infrecuentes, se configura un ideal: encontrar inesperadas fuentes contemporáneas que hayan hecho un uso también inesperado del concepto. Si la otra ambición del genealogista es la invisibilidad, lo mejor será, entonces, que esas fuentes insospechadas dialoguen entre sí, que formen contrapuntos naturales. Ejemplo magnífico de todo lo anterior es la discusión sobre el vacío que mantienen dos grandes filósofos de nuestro tiempo: el francés Alain Badiou y el argentino Ernesto Laclau.
LOS CONTRINCANTES
Alain Badiou sostiene una tesis original y quizá problemática: sólo la matemática es capaz de desplegar la ontología, de sostener un discurso sobre cómo es lo que es. En otros términos, que el ser se da matemáticamente. Y, con alguna enjundia, que la ontología es idéntica a la matemática –en particular, a la teoría de conjuntos–, mientras que la fenomenología –el modo en que las cosas se dan a nuestra conciencia– es indistinguible de la lógica.
Ernesto Laclau es un teórico de la filosofía política. Además de su crítica del marxismo, recordaremos su imprescindible trabajo de valoración teórica del populismo. Para Laclau, el concepto que articula las relaciones sociales es el de antagonismo.
EL VACIO ORIGINARIO
A Badiou le debemos una precisión lúcida de la historia de la ciencia. Todos sabemos que, bajo la influencia normativa de Aristóteles, durante la Edad Media se creyó que el vacío no existía, que la naturaleza lo aborrecía y aplicadamente lo aniquilaba. La convicción prosperó hasta que Evangelista Torricelli, en el siglo XVII, llenó un tubo con mercurio, lo invirtió y sumergió la parte abierta en un recipiente con más mercurio. El nivel del mercurio en el tubo descendió algunos centímetros, lo que dio lugar, en el extremo cerrado, a un espacio sin mercurio, que no podía estar sino vacío.
Desde entonces, pensar en Torricelli es asombrarse, otra vez, del poder de la experimentación que en el gesto de invertir un tubo zanja una discusión de siglos. Y sin embargo, Badiou, con su precisión, viene a enfriar ese entusiasmo automático mediante una pregunta desconcertante: ¿existe un referente común a lo que Torricelli y Aristóteles llaman vacío?
Los tubos de mercurio de Torricelli materializan un concepto de vacío. ¿Qué tipo de concepto? Uno caracterizado por la medida. Un concepto sujeto al veredicto de la experimentación y el cálculo. Ese concepto de vacío es hijo de la modernidad, una modernidad cuyo leitmotiv, en palabras de Galileo, es que la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos. Para los griegos, en cambio, el vacío es una categoría ontológica, una parte o un modo de darse de lo que es, una figura del ser. El vacío de Aristóteles no es, entonces, algo que pueda producirse artificialmente. O mejor, su producción artificial, a través de un montaje técnico, como el de Torricelli, no responde la pregunta acerca de si la naturaleza admite o prodiga naturalmente “un lugar en el que nada es” sino que responde a otra pregunta. ¿A cuál? A la que se hacían los físicos en el siglo XVIII, que, por otra parte, tampoco coincide con la pregunta por el vacío que se hacen los físicos de la actualidad. Pero los físicos no son los únicos que se hacen preguntas.
VACIO Y NADA
El salto cualitativo entre el vacío de Aristóteles y el vacío de Torricelli ilustra el hiato que separa los conceptos de las ciencias naturales de los de otras tradiciones de pensamiento, como la filosofía. También ilustra el hecho de que el vacío es un concepto del que se han servido tanto científicos como filósofos. Es mezquino –y baladí– imaginar una soberanía conceptual que estableciera que el vacío pertenece, por derecho histórico, primero a los filósofos y después –¡y para siempre!– a los físicos. También sería incorrecto presentar un relato en el que el vacío pasara de unas manos a otras como un objeto material.
El concepto de vacío nace como categoría filosófica junto con la nada. En el caos primordial del pensamiento, el vacío y la nada prosperan juntos. Pero en la misma gramática del pensamiento hay un problema con la nada que no existe con el vacío. Si el vacío es ausencia de materia, entonces se deja pensar más fácilmente que la nada. A tal punto que se puede medir. Justamente en ese punto, el de la medición, el vacío es recogido por la ciencia, y la nada por la especulación filosófica. Pero la experimentación no se apropia del vacío arrancándoselo a la filosofía como objeto de reflexión. Y la prueba está en el argumento de Badiou, que sostiene que Torricelli no responde a la pregunta de Aristóteles porque se trata de preguntas distintas.
EL CONCEPTO DE VACIO EN BADIOU
Alain Badiou postula que la ontología, o la ciencia del Ser-en-tanto-ser, como lo planteaban los griegos, existe como disciplina exacta y separada, y que el nombre propio del Ser no es otro que el del vacío. Badiou dice que prefiere usar el término “vacío” antes que el término “nada”, porque el término “nada” funciona como el no-del-todo, y lo que él quiere expresar es más bien el no-uno, la imposibilidad de contar, o lo que está antes de empezar a contar. Dice también Badiou que la ontología “debe ser sólo teoría del vacío”.
¿Qué quiere decir todo esto? Badiou apuesta a que la ontología –ya no la naturaleza– está escrita en caracteres matemáticos y que, si esta premisa es aceptada, entonces el vacío es la clave fundamental, el punto de partida, la “causa errante” del Timeo de Platón. “Aristóteles afirma con razón, en la Física, que el vacío no es”, dirá Badiou, si se entiende por ser, ser una sustancia. El vacío de Badiou es insustancial. Intentemos desplegar el concepto.
Badiou cifra en su concepto de vacío la posibilidad de deshacerse de antiguas paradojas que surgen de la oposición uno/múltiple, tan antiguas como las del Parménides de Platón: si lo múltiple Es, lo uno que forma parte de lo múltiple también Es. Ahora bien, si lo uno Es, aquello-que-no–es-uno, o sea lo múltiple, No Es. La solución que propone Badiou se inspira en una maniobra de los matemáticos que desarrollaron la teoría de conjuntos cuando se enfrentaron con la paradoja de Russell. Russell considera la propiedad: A es un conjunto que no es elemento de sí mismo, y luego pregunta por la naturaleza del conjunto de todos los conjuntos que son como A, es decir, el conjunto de todos los conjuntos que no son elementos de sí mismos. ¿Qué tipo de conjunto es este conjunto? Un conjunto tal que si se contiene a sí mismo como elemento, entonces tiene la propiedad que lo define a sí mismo como elemento, o sea, no se contiene a sí mismo como elemento.
Considerar el conjunto propuesto por Russell –el catálogo de todos los catálogos– volvía incoherente el lenguaje de la teoría de conjuntos. Para sortear la dificultad, los matemáticos decidieron modificar los axiomas sobre los que descansaba la teoría. La solución estaba en no distinguir entre objetos y grupos-de-objetos, entre elementos y conjuntos. En otras palabras, la teoría no admitiría varios niveles de variables sino una única lista de variables, todas del mismo nivel. Pero, ¿qué implica esta decisión? Que todo es múltiple, que todo es conjunto.
Badiou se inspira en esta solución planteada por la teoría de conjuntos a la paradoja de Russell para dar una solución a las antiguas paradojas de la filosofía que se ahogan en la dialéctica uno/múltiple. Hace entonces una apuesta y concluye, no ya en el terreno de la matemática sino en el de la ontología, que sólo hay múltiples. Que todo múltiple –que Es– está compuesto de múltiples y no de unos. “Esta –dirá Badiou– es la ley ontológica primera.”
Pero si sólo hay múltiples, ¿por dónde comenzar? ¿Hay algún múltiple más originario que los otros? Badiou lo plantea así: “¿Cuál es la ‘primera cuenta’, si no puede haber un primer Uno?”. La respuesta es que la primera cuenta es la cuenta del vacío, que el primer múltiple es el múltiple-de–nada, que no es múltiple-de-algo porque, si lo fuera, estaría en posición de Uno. De aquí concluye Badiou que el tema absolutamente primero de la ontología es el vacío, “como ya lo habían visto claramente los atomistas griegos, Demócrito y sus sucesores”. Sin embargo, el vacío de Badiou no es el vacío de los atomistas. Para Badiou, los átomos no son un segundo principio del Ser, lo uno después del vacío, sino composiciones del vacío mismo, regladas por la ontología que, como la matemática, dispone leyes ideales para lo múltiple. La ontología “sólo puede considerar como existente el vacío”.
LACLAU CONTRA EL VACIO DE BADIOU
Ernesto Laclau cuestiona que la teoría de conjuntos pueda jugar el rol de ontología fundamental que Badiou le atribuye. Más aún, piensa que la teoría de conjuntos es sólo una de las formas de constituir entidades dentro del campo más amplio de la ontología. Presentar el contrapunto entre estos dos filósofos sobre el vacío como categoría ontológica permite pasar a cuestiones inesperadamente más urgentes.
Laclau explica que el vacío en Badiou es siempre el vacío de una situación, que nombra precisamente aquello que una situación no permite concebir. Dentro del sistema de Badiou, dice Laclau, el vacío no puede recibir ningún contenido, en la medida en que es por definición que se encuentra vacío. “Supongamos –pide Laclau– que una sociedad experimenta una crisis en la que aparecen reclamos no contemplados por la situación, como los indocumentados de la Francia de hoy. En tanto no están contemplados por la situación, esos reclamos son nombres que permanecen vacíos. ¿Por qué? Porque lo que designan esos nombres no corresponde a nada que sea representable dentro de la situación.”
Lo designado por esos nombres es, de acuerdo con la terminología de Laclau, un significante vacío, un significante sin significado, en torno del cual, no obstante, se cifra una esperanza superadora, una reconstrucción de la situación que permite llenar el vacío del significante. Dice Laclau: “No es necesario decir que la misma idea de este llenar es para Badiou un anatema”, porque el vacío de Badiou está pensado como el conjunto vacío de la teoría de conjuntos, y en consecuencia carece de referencia. Pero la categoría de vacío, dirá Laclau, sólo es realmente vacía en la matemática. Cuando se la traslada al análisis social adquiere ciertos contenidos que están lejos de estar vacíos: el vacío de Badiou aplicado a la situación humana ya tiene un cierto contenido, el de lo universal.
En conclusión, Badiou habría realizado un ejercicio metafórico por el cual el vacío es identificado con lo universal en virtud de una referencia ilegítima a la teoría de conjuntos. “Es cierto –explica Laclau, pensando en la frase de Marx–. El proletariado sólo tiene sus cadenas... que la interrupción radical de una situación interpela a los hombres más allá de cualquier particularismo y diferencia. De este modo, los indocumentados pueden llegar a articular una posición que sostiene una verdad universal –-por ejemplo, ‘todo el que vive aquí, es de aquí’–, pero no está escrito que esto vaya a suceder: no hay una categoría como el vacío puro de Badiou que lleve inscripta en sí, a priori, la garantía de universalidad.”
En la perspectiva de Laclau, el vacío no es lo universal, en el sentido estricto del término, sino aquello que es incalculable, impredecible dentro de una situación dada. Y lo que hay es una lucha entre diferentes modos de nombrar lo incalculable, una lucha entre “muchos vacíos”, más o menos aptos para articular una situación. Es claro que la reflexión de Laclau no se articula sobre la dualidad uno/múltiple sino sobre el par particular/universal. Para Laclau no existe una universalidad no contaminada, hay un juego indecidible entre universal y particular, que el puro vacío de Badiou no permite contemplar. En este sentido, Laclau afirma –como otrora lo hizo Aristóteles– que el vacío no existe.
Si adoptamos aquí la distinción sartreana entre concepto y noción, entre idea-cristalizada e idea-en-desarrollo, podemos concluir que el vacío es menos un concepto que una noción o, si se quiere, es una noción que deviene concepto para cada una de las teorías en las que se inscribe. Filósofos y científicos siguen invocando el término, incluyéndolo en sus teorías o montando experimentos que lo ponen en cuestión, para llenar de flamantes definiciones un nombre pródigo.
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