05 junio, 2014

LLUVIA LONDINENSE...


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Por: Amalia Valdez

 
     La lluvia londinense no moja. No es como esos aguaceros de Santo Domingo que dejan las calles inundadas, convirtiéndose en la peor pesadilla de carros y peatones por igual. Nadie se arremanga los pantalones para saltar los charcos que deja la lluvia londinense, nadie se cubre la cabeza con una funda de supermercado, y nadie barre los gazebos o las terrazas para evitar que se repose el agua. La lluvia londinense no anuncia que ya se acerca con una caravana de truenos, ni hace a las aceras gritar cuando las gotas se arrojan violentamente hacia ellas. Qué va, la lluvia londinense cae con cierta gracia sobre el pavimento, con esa actitud tan british de evitar a toda costa ser la causa de una molestia.
A lo mejor mis amigos y familiares en Santo Domingo no se dieron cuenta de este contraste cuando les dije que me mudaba a Londres. La reacción era siempre la misma: “Pero ahí llueve todo el tiempo”, como si se tratase de una lluvia inhabilitadora como la de Santo Domingo, y no esta pobre excusa de disturbio atmosférico. “Me compro una buena sombrilla y punto” respondía siempre, a sabiendas de que no me podría importar menos qué tanto lloviese o no.
 
Pero qué más da, si al final uno se acostumbra a todo. A los días grises, a andar en esas guaguas rojas de dos pisos, al “cheers mate”, “lovely”, y “brilliant”, y hasta a pagar aproximadamente el equivalente a 80 pesos dominicanos por un mango desabrío. A los apartamentos claustrofóbicos, la mala comida, y la agotadora logística inglesa. A los vagones apretados del tube en hora pico, las distancias exageradas, y a pararse a la derecha en las escaleras eléctricas. De hecho, creo que casi me acostumbro a mirar al lado contrario antes de cruzar la calle.
 
Y todo suele ir bien entre rutina y rutina. Pero de vez en cuando, surgen esos inútiles monólogos internos sobre qué se supone que es “el hogar”, y particularmente, en cual hemisferio del mundo está el mío. Dudo que sean pocos los estudia-fuera que no se pregunten lo mismo en algún punto. Claro, están los que siempre han sabido que volverán, los que toman por sentado que no volverán, y los que dicen que flotan y que van a ver dónde acaban, aún sabiendo, bien en el fondo donde preferirían estar. Aún así, los planes de asentamiento futuro todavía no son más que un horizonte lejano, y por lo tanto no inmunizan a nadie contra ese familiar virus de nostalgia.
 
Como cualquier otro virus, la nostalgia viene por temporadas. Mis observaciones y experiencia propia me sugieren una cierta correlación entre un aumento en la frecuencia de síntomas y la llegada del invierno. En especial, esas primeras semanas de diciembre, cuando todo parece girar en torno a los planes navideños . Es ahí cuando la distancia verdaderamente empieza a adquirir peso. Luego del Año Nuevo los síntomas suelen contenerse por un buen tiempo, aunque claro está, uno que otro domingo te pueden tomar por sorpresa.
 
Como aquel fin de semana que me encontré cocinando un mangú de plátanos, y no pude evitar pensar si me encontraba en medio de un ejercicio de cocina, o un ejercicio de memoria. O aquel otro fin de semana cuando estaba escuchando música en casa, y de repente vino a caer “El Niágara en Bicicleta”, canción que sólo sirvió para arrastrarme a una espiral de éxitos del clásico Juan Luis, en un intento de evocar los sonidos familiares de la isla. A veces esa misma nostalgia me lleva a pasar horas muertas mirando fotos de años atrás, mucho antes de que se me evaporara el sol de la piel y se me suavizaran los rizos con el cambio de clima. Años atrás, cuando estas cuestiones metafísicas y preguntas existenciales no tenían relevancia alguna.
 
Sin embargo, a veces me pregunto cuál es el punto de esta nostalgia. Pondero si quizás no sea más que un ejercicio de Rosy Retrospection, o de pintar la memoria cómo nos gustaría guardarla. Recordar en rosa la supuesta armonía de las relaciones que se quedaron en la isla, en turquesa aquellas icónicas playas infinitas que supuestamente dejé atrás, y en amarillo el brillo de un sol que calienta pero no ahoga. En fin, recordarlo todo como lo pintan los anuncios del turismo: como si no fuese más que sonrisas, alegría, y merengue.
 
Pero claro, esa memoria selectiva es el síntoma principal de la nostalgia. Sea cual sea la realidad está ya a 7,023 kilómetros en algún lugar del Caribe. De vez en cuando me tropiezo con una que otra noticia que me llama la atención, pero las tormentas en el trópico se convierten sólo en brisa al llegar al norte. Y claro, mientras más enterada estoy me doy cuenta de la paradoja: todo está cambiando, pero todo sigue igual. Me pregunto entonces si ya a este punto seré satélite de otra órbita, o si la isla todavía ejerce su fuerza gravitacional sobre mí. Me pregunto qué tanto cambiará el significado de la palabra “volver” con los años, y si alguna vez estos vuelos de ida serán vuelos de vuelta. En fin, la nostalgia disfruta de las preguntas capciosas, de poner a prueba nuestra decisión de echar alas y no raíces. Sólo hay que esperar que los síntomas bajen. A veces toma algunas horas, a veces días, en algunos casos ha durado semanas… pero bueno, el virus siempre termina volviendo a la atmósfera, esperando ser lavado por una lluvia que no moja.