«Entre el whisky y la nada, me quedo con el whisky», dijo. Pero se quedó con la literatura. Medio siglo después de su muerte, William Faulkner, amado y odiado, resiste
Faulkner, nacido como Falkner y «corregido» para la Historia por el acierto de una errata en su hoja de enrolamiento de la Royal Flying Corps. Acercándose al galope –con sesenta y cuatro años, hace medio siglo– y montando un caballo que, de pronto y sin aviso, lo arroja por última vez sobre un camino de tierra del Mississippi. Y de ahí –ya nunca repuesto del todo– a un lecho de hospital y a un fulminante ataque cardiaco el 6 de julio de 1962.
O mejor con un abanico de fotos –acaso extraídas de la monumental biografía que le erigió Joseph Blotner– que lo muestran, por orden cronológico: nacido en 1897 como hijo de ese profundo Sur «que solo pueden entender los que nacieron allí»; como estudiante perezoso y lento; como aviador que se queda sin guerra donde volar; como poeta frustrado que se resigna a la prosa; como escritor más secreto que olvidado al que Sherwood Anderson ayuda a debutar con la condición de no tener que leer su manuscrito; como guionista ebrio («Entre el whisky y la nada, me quedo con el whisky», sonríe a cámara) languideciendo en Hollywood, poniendo frases en boca de Humphrey Bogart en Tener y no tener y El sueño eterno y preguntándole a Howard Hawks si puede hacer hablar al monarca egipcio de Tierra de faraones «como si fuese un coronel de Kentucky»; como figura de culto en Europa donde Sartre afirma que, para los jóvenes de Francia, «Faulkner c’est un dieu» y donde Albert Camus celebra «su calor y su polvo»; como estrella descatalogada y redescubierta para los suyos con la edición de la antológica antología The Portable Faulkner que ordena en 1946 al genio con genio cortesía de Malcolm Cowley; como ese hombre que prefiere considerarse más granjero que escritor y que pronuncia uno de los más breves e intensos y mejores discursos de aceptación del Nobel.
Vender sin venderse
Quizás mejor estudiar a fondo ese mapa del imaginado pero verdadero condado de Yoknapatawpha de puño y trazo y letras de su creador, así como los frondosos árboles dinásticos de los Snopes, de los Compson, de los Sartoris y de los Sutpen.
O, sin más demora, ir directo a la obra. Veintiuna novelas, tres libros de cuentos, dos de poemas y numerosas recopilaciones póstumas. Arrancar con las más «fáciles» La paga de los soldados, Mosquitos (donde aparece un borracho de nombre William Faulkner que no deja de mirar fijo a toda mujer que pasa por ahí) o Pilón. O adentrarse en esa tormenta noir escrita –en tres semanas frenéticas– para vender, sin por eso venderse, que es Santuario. O mojarse los pies en relatos cortos y amplios como «Una rosa para Emily» o «El oso».
O, seamos valientes, respirar profundo y zambullirse en el riada de ¡Absalón, Absalón! –publicada el mismo año que otra alucinación sureña: Lo que el viento se llevó, que se hizo con el Pulitzer– y en su primera oración de doce líneas, que incluye paréntesis y guiones, para llegar a la otra orilla, felizmente extenuados, cambiados para siempre, descubriendo maravillados que hemos aprendido a respirar y a leer bajo del agua.
«Si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho mejor», reconoció
¿Y de dónde viene Faulkner, alguien que, según Italo Calvino, «pone toda la carne en el asador y monta tragedias cósmicas que ríase usted de Sófocles»? Hoy está asumido que –considerado Faulkner como uno de los tres ángulos sobre los que se apoya toda la literatura Made in USA del siglo XX– la cosa se organiza más o menos así: Hemingway sale de Twain, Scott Fitzgerald se apoya en Hawthorne y en Henry James, y Faulkner surge de Melville pero, enseguida, agrega más ingredientes al espeso potaje. Receta que se cuece a fuego lento y que desglosó J. M. Coetzee, quien considera a Faulkner «uno de los innovadores más radicales en la historia de las letras estadounidenses». A saber: «Swinburne y Housman y tres novelistas que dieron vida a mundos imaginarios lo suficientemente vívidos y coherentes como para suplantar al real: Balzac, Dickens y Conrad. Añádase a lo anterior una familiaridad con las cadencias del Viejo Testamento, Shakespeare y Moby Dick, y, pocos años después, un veloz estudio de sus mayores y contemporáneos como T. S. Eliot y James Joyce, y el joven Bill Faulkner ya estaba listo y armado». Y, me parece, Coetzee olvida a Proust y sus digresiones flotando a través de años y espacios. «¡Era esto!», exclama Faulkner al leer al francés y descubrir «el libro que más me hubiera gustado escribir».
Pasiones tras las cortinas
Enseguida –y eso es lo que diferencia a los inmensos de los apenas grandes– todas las posibles influencias se funden en algo único y original. Y gótico sureño: dinastías en caída, libre flujo de conciencia, tiempo suspendido, ardiente bourbon marca Old Crow y embriagante perfume de glicinas, cortinas corridas y pasiones desatadas, silencios profundos y arengas inflamables, blancos y negros; y todo eso, hasta el fin de todas las cosas de ese mundo.
«Difícilmente podrá culparse al crítico si algún imperativo categórico que aún persiste en la condición humana (incluso en nuestros días) le obliga a situar a esta obra en un lugar elevado entre las obras mediocres», concluyó en 1930 del suplemento de libros de The New York Times refiriéndose a Mientras agonizo. «La novela más consistentemente aburrida de la última década», dictaminó The New Yorker sobre ¡Absalón, Absalón!
Sin su influencia no habría habido novela moderna en Iberoamérica
Posiblemente –aunque más de uno lo piense– nadie se atrevería hoy a poner algo así por escrito. Pero también es cierto que el trato que se continúa dando a Faulkner es siempre ambiguo. Faulkner es materia volátil, sustancia que no debe agitarse demasiado antes de su uso, virus altamente contagioso. Se reconoce su grandeza pero, siempre, con cautas contraindicaciones y posibles efecto residuales. Así, es bien conocida su respuesta en la entrevista de The Paris Review de 1956 donde –aunque ya nobelizado y supuestamente incuestionable– todavía se le pide una sugerencia para aquellos «que no entienden lo que escribe incluso después de leerlo dos o tres veces». Faulkner recomienda: «Que lo lean cuatro veces».
La percepción de Faulkner –quien, más allá de esconderse mal tras la transparente máscara de un ignorante, lo leía todo y hasta tuvo tiempo de dedicar un elogio a Salinger– entre sus colegas titanes fue, en principio, variada. Nabokov lo reduce a «imposibles estruendos bíblicos». Thomas Mann, leyendo Una fábula, la encuentra «un poco barata y fácil», pero destaca su conocimiento de la vida militar. Borges –quien lo traduce y lo alaba en público– firma en 1937 una reseña que abre calificándolo de «aparición tremenda» y cierra con un «¡Absalón, Absalón! es equiparable a El ruido y la furia. No sé de un elogio mayor» –en privado y para oídos de Bioy, desdeña su «acumulación de atrocidades» e ironiza finalmente con un: «Si el carácter shakesperiano fuera la mayor excelencia literaria, Faulkner sería el más grande escritor de nuestros días». Y Burguess advirtió que «rimbombante y difícil como es, Faulkner justifica el esfuerzo».
Un «beatnik» más
Más crueles –cabía esperarlo, por el reflejo casi automático de matar al padre– fueron sus inmediatos descendientes nacidos en la misma y sureña patria chica. Carson McCullers –a quien Faulkner llamaría «mi hija»– juntaría coraje con un: «Tengo más cosas que decir que Hemingway y, Dios lo sabe, lo digo mejor que Faulkner». Flannery O’Connor –Faulkner alabó su Sangre sabia– confesó: «Ni intento acercarme a él para que mi pequeño bote no se empantane». Katherine Ann Porter lo describió como «un viejo gallo de pelea que ya cansa con esa postura de anti-intelectual y anti-literato».
William Styron –quien cubrió el funeral del maestro como «una muerte que nos disminuye»– aseguró que «Faulkner no ayuda lo suficiente al lector. Estoy a favor de su complejidad pero no de su confusión… Triunfa a pesar de sí mismo en El ruido y la furia, pero es demasiado intenso durante demasiado tiempo». Eudora Welty: «Es como una gran montaña en tu vecindario. Es bueno saber que está ahí, pero no te ayuda en nada con tu trabajo». Y Truman Capote –quien admitió que Luz en agosto era una obra sin par– dijo no ser un gran admirador suyo porque «es imprudente, muy confuso, y no tiene control alguno sobre lo que hace», para después lanzar risitas revelando la afición a las ninfas del viejo jinete.
«¡Era esto!», exclamó Faulkner al leer al francés a Proust
Menos problemas tuvieron con él los que vinieron después y siguieron su estela. ¿Posibles nombres de sureños o no, pero todos tejedores de frases largas y sinuosas? Malcolm Lowry, William Goyen, Harold Brodkey, Barry Hannah, Allan Gurganus, James Dickey, Robert Penn Warren, Jayne Anne Phillips, Cormac McCarthy, Walter Percy, Denis Johnson, Rick Moody, David Foster Wallace, Brad Watson. Y, también, destellos de Faulkner en el movimiento perpetuo de los beatniks («el único hombre vivo que escribe realmente como nosotros es Faulkner», le escribe Allen Ginsberg a Jack Kerouac), y en las canciones pantanosas de REM y de Jim White, y en los relámpagos de Bob Dylan, quien, en 1964, viajó a Oxford, Mississippi, para ver a Faulkner y, aunque no lo encontró, regresó de ese viaje electrizado.
«Nunca llegaré a conocerlo»
Nadie vuelve a ser el que era después de Faulkner. Así, el muy faulkneriano Rushdie certifica su influencia en la India y en África. Y, por supuesto, en nuestro idioma. En Latinoamérica (para García Márquez, El villorrio es «la mejor novela suramericana jamás escrita»). Y en España, donde Juan Benet lo abrazó con: «Es el escritor que más he admirado, el que más he leído, es una constante en mi vida, me ha influido como el cielo que me ha visto nacer o como el mismo lenguaje… No dejaré de leerlo nunca, para mi propio estímulo, en los años que me queden de vida. Y por eso nunca llegaré a conocerlo»; Javier Marías considera que «cualquiera que tenga curiosidad por la novela del siglo XX en cualquier idioma tiene la obligación de leer a William Faulkner»); y otros paladines como Muñoz Molina, Gándara y Guelbenzu se suman a la fiesta.
Faulkner llega pronto a nosotros. Comienza a traducirse ya a principios de los años 30 (lo primero es el relato «Todos los pilotos muertos» en Revista de Occidente, y enseguida Santuario en versión del cubano Lino Novás Calvo, autor de Pedro Blanco, el Negrero) y puede entendérselo como un autor más del boom o, mejor, como el autor del boom. Así, Comala y Macondo y Piura y Santa María como suburbios de Yoknapatawpha.
«Que me lean cuatro veces», les recomendó el escritor a sus detractores
La prosa y la técnica y la temática encienden la mecha del big bang y dan el disparo de salida en las carreras de Gabriel García Márquez («Ahora sé que solo la técnica de Faulkner me permitió a mí escribir lo que veía»), Mario Vargas Llosa («Sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina») y Carlos Fuentes («Faulkner reúne todos los tiempos de sus personajes en el presente narrativo»), así como en figuras satelitales como Cabrera Infante, Sábato, Rulfo, Carpentier, Saer, Roa Bastos («Todos pasamos por la casa de Faulkner») y Reynaldo Arenas: «Todo el tiempo leyendo y releyendo a Faulkner». Y, muy especialmente, en Juan Carlos Onetti, quien, escribiendo la necrológica del que consideraba su maestro, empezaba a evocarlo así: «Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aún desde los años en que ni siquiera soñaba con escribir». Por esos días, un joven Ricardo Piglia leía a Faulkner con la misma fe con que Faulkner leyó el Ulises: «La lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida».
Y desde ahí, de nuevo, al principio de Faulkner como tercer ángulo de una tríada de reyes magos compuesta también por Fitzgerald (y su escritura «con la autoridad del fracaso») y Hemingway (defensor al ataque de eso de la «gracia bajo presión»). ¿Quién es el mejor de ellos? Fitzgerald admiraba a Faulkner y su «país grotesco y pintoresco» desde la prudente distancia de otro estilo, intereses y latitud; pero Hemingway –insufrible maniático perseguidor que sufría de manía persecutoria– siempre lo consideró rival peligroso, pensaba que Faulkner era el mejor cuando se emborrachaba, y lo «desafió» en numerosas ocasiones, llegando a burlarse de su condado de «Octanawhoopoo» o «Anomatopeio». «Todo lo que se necesita para escribir como él lo hace es un cuarto de whisky, el suelo de un granero y un total desprecio por la sintaxis», apuntó.
Fue Richard Ford –otro caballero sureño– quien, en 1983, celebró a los tres colosos, repartió elogios, y se arriesgó a un «Faulkner, por supuesto, fue el mejor de los tres y el mejor que haya escrito ficción norteamericana en el siglo XX».
Recipiente de los dioses
Para decirlo en palabras del propio Faulkner cerca de sus cincuenta años, y en un raro rapto de orgullo: «Ahora soy conciente por primera vez del asombroso don que me fue conferido: sin ninguna educación formal y sin haber contado con personas educadas y mucho menos interesadas por la literatura, a pesar de ello, llegué hasta donde me encuentro hoy. No tengo idea de dónde me vino esa capacidad o qué dios o dioses me escogieron para ser su recipiente».
¿Cómo finalizar? Para terminar, lo que mejor toca y corresponde es despedirse por un rato de Faulkner (y no esperar hasta la próxima efeméride redonda) con sus propios dichos, que, además de ingeniosos y certeros, hacen de él un gran ejemplo, una figura inimitable, una cima inalcanzable pero que, aún así, digan lo que digan sus compañeros, puede enseñarnos tantas cosas.
«¿La inspiración? He oído hablar de ella, pero no la he visto nunca», dijo
Pensemos entonces en Faulkner –quien nunca dejó de construir su propio universo, aunque pareciera tener al universo de los otros en su contra; alguien que jamás leyó a Freud por considerarlo innecesario y «porque tampoco lo leyó Shakespeare», pero que no dejaba pasar año sin volver al Quijote– y que recomendó: «Lee, lee, lee. Lee de todo: basura, clásicos, a los buenos y a los malos, hasta ver cómo es que lo hicieron. ¡Lee! Acabarás absorbiéndolo. Y entonces, escribe».
Faulkner como el sintetizador de la fórmula secreta, fácil de teorizar y difícil de poner en práctica de su oficio, con un «99 por ciento de talento... 99 por ciento de disciplina... 99 por ciento de trabajo… ¿La inspiración? No sé nada sobre la inspiración. Porque no sé qué es; he oído hablar de ella pero no la he visto nunca… El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo».
El buitre y el lobo
Faulkner entendía la literatura como algo «equiparable a lo que hace una cerilla en el centro de la noche y en mitad del campo», que nos hace conscientes de la oscuridad que nos rodea. Ya cerca del final, admitía que «si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho mejor, y ese el mejor estado en el que puede hallarse un artista».
Faulkner como aquel que deseaba reencarnarse en un buitre porque «nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo desea, ni lo necesita; jamás lo molestan y nunca está en peligro; además, le mete el diente a cualquier cosa»; como aquel que recomendaba aullar a solas porque «los escritores que necesitan juntarse recuerdan a esos lobos que solo son lobos cuando van en manada, pero a solas, no son más que otro perro del montón».
Hemingway se burlaba de su condado de Octanawhoopoo Anomatopeio
Al final, cuando todo estuviera consumado, su único deseo era el objetivo último de un epitafio donde se resumiera «la historia de mi vida como Escribió libros y murió». Y –mientras no agoniza, mientras sobrevive en la creencia de que, como le explicó el 10 de diciembre de 1950 a un efímero rey sueco, el hombre prevalecerá– recordarlo siempre, no olvidarlo jamás, escribirlo en el reverso de una postal y pegarle ese sello de veintidós centavos que lleva su rostro: «El pasado nunca muere. Ni siquiera ha pasado».
Y –como apuntó al final de su genealogía sobre los Compson–, todo viene de y va a dar a un verbo inglés que bien puede ser, también, en tiempos en los que cada vez cuesta más concentrarse en algo que supere los ciento cuarenta caracteres, una última pero definitiva instrucción para esos lectores fáciles a los que él siempre se les hizo difícil: endure. O sea: resistir, aguantar, soportar, durar, permanecer. Como Faulkner.
Trmendo escritor, aunque como cuentista prefiero a Hemyway que era más directo
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